Una comedia prodigiosa tiene que tenerlo todo, como Antonio: un buen trabajo, una buena esposa y una buena casa. También a un amigo como Bernardo que no tenga nada, pero que lo quiera todo. Todo lo de Antonio, se entiende; especialmente a su mujer, Sophie. A partir de ahí, lo demás es imparable: la crisis creativa de Sophie, las declaraciones de amor y de amistad, los desmayos, los besos y la poesía callejera. Todo hasta llegar a las doce mil trescientas veintitrés palabras exactas, según apuntan desde Octubre, la productora.
Para que una comedia sea prodigiosa, especialmente si se titula El bar prodigioso tiene que tener algo de fútbol, aunque no lo sirva Clara, su camarera, en la barra. Y ésta tiene como dramaturgo a Roberto Santiago, autor del guion de El penalti más largo del mundo. Nos vale. Porque, como las alianzas inesperadas, empezó a escribir la obra para hablar del poder de las palabras, del lenguaje, en estos tiempos extraños en los que cualquiera puede decir una barbaridad sin pruebas y, sin embargo, alcanzar una prodigiosa notoriedad y acabó, de penalti, hablando del amor indefinido y los contratos de pareja. O al revés.
Si ha cortocircuitado al leer estas palabras, que no llegan a las doce mil y pico, no se preocupe, no crea que no es un prodigio; a Alejandro Arestegui, su director, también le ocurrió: «cuando leí esta función tuve un cortocircuito. Era como si la forma, el poder del lenguaje, lo envolviera todo con tanta fuerza, que produce un tsunami poético de tales dimensiones que no sabes si reír o echarte a recitar versos por la calle». Pues que sea lo primero, que de poetas esta la tierra completa.